sábado, 3 de octubre de 2020

DOCUMENTO HISTÓRICO DE 1869 DERRIBA MITOS SOBRE EL TSUNAMI

 



Informe de Juan Williamson, editado en Lima en 1869, entrega antecedentes del fenómeno. Este texto, publicado en Lima después del terremoto y maremoto de 1868, permite dimensionar el alcance que tuvo esta tragedia. El redactor cuenta con singular dramatismo cómo el pueblo peruano de Iquique vio cambiar en menos de 15 minutos su tranquilidad y belleza por el temor y desesperanza. Aquí van párrafos seleccionados de ese documento

Nada en los albores de ese 13 de agosto de 1868 en Iquique anunciaba la desolación que traía en sus veloces alas y que habría de recordarse en la historia. Por el contrario, el mar estaba tranquilo y la armoniosa uniformidad de la naturaleza era bañada por los últimos rayos de sol.

Aún restaba una hora de luz cuando el primer movimiento de tierra, ligero y prolongado, avisó a los habitantes de Iquique que se aproximaba un fenómeno extraño e inesperado y que debían buscar en las calles la seguridad personal que sus moradas les negaban.

El primer sacudimiento se repetía con mayor intensidad y comenzaron a sentirse terrores que ningún lenguaje puede describir. La tierra se estremecía en su centro, ondulaba la superficie y a su movimiento bamboleaban los edificios como el frágil barquichuelo en el remolino de aguas.

El movimiento se repitió con un nuevo impulso y asumiendo una nueva forma… parecía llegar para todos el día final. Ya no eran ondulaciones las que se percibían, sino sacudidas verticales que hacían parecer mínima a toda la combinación de los elementos desencadenados en su furia y puestos en agitación.

La cesación de las sacudidas de tierra daba apenas un breve espacio para la libre respiración. Entre tanto las miradas se dirigieron al mar, donde se vio al fenómeno asumir otra forma. El movimiento tembloroso de tierra paralizó momentáneamente el del flujo y reflujo, que en breves minutos contempló la acción de plenamar y a ella le sucedió la resaca con una celeridad tan extraordinaria que instantáneamente las peñolerías quedaron desnudas y en seco el trecho que nos separa la isla de tierra firme. La vista que presentaba Iquique desde la bahía fue del carácter más singular, pues según todas las relaciones la población se veía a una altura considerable y orillada de escarpados riscos, antes sumergidos, dando al panorama un aspecto siniestro aumentado por la súbita retirada del océano.

Las numerosas lanchas que poblaban la parte anterior del fondeadero tocan en tierra en el sitio que ocupaban y una fragata francesa se ve reclinada de costado sobre una isla que de repente aparece en la bahía. La resaca había alcanzado a 6 u 8 brazas.

No tardó la reacción sino minutos en efectuarse y viniendo ola tras ola con el ímpetu de un rayo y a la altura de 20 hasta 30 pies, derribaron a su carrera irresistible los edificios más sólidos, llevaron en sus crestones los despojos de cien casas e inundaron la población por las avenidas de norte y sur casi simultáneamente, causando remolinos y choques furiosos en el centro mismo de la ciudad.

Entonces subió al cielo un grito de desesperación exhalado por miles de almas y que se confundía con el aterrante ruido de las olas en su embate contra los edificios. Se leía en los semblantes las señales del pánico que abruma y se manifestaba el abatimiento que turbaba los espíritus. Las gentes huían aterradas en tumultuoso tropel para situarse en las eminencias y cerros, lejos de la escena. Cada cual buscaba un deudo disperso o perdido, cada uno miraba atónito a su prójimo sin atreverse a expresar palabra sobre la suerte de sus hogares, ni menos sobre la de sus ausentes.

Tras el empuje de las aguas se levantó una densa nube de polvo que cubría toda la población de norte a sur. La obra de destrucción se había acabado con los últimos rayos de sol, cerrándose la noche sobre un campo de imponderable desgracia. ¿Quién pudiera describir los terribles pensamientos que abundaban esa noche y que eran interrumpidos a intervalos por el ruido ominoso de los temblores y por las exclamaciones de los que pedían misericordia divina?

Al final, las luces de la mañana alumbraron sobre la desolación general. Quedó al descubierto la inmensidad de ruinas que se produjo en solo 15 minutos. En todas partes se veían los despojos de un comercio floreciente y los de 100 moradas que hasta ayer eran cómodas y hoy estaban reducidas a escombros. En la playa arenosa, en una longitud de 3 millas, se hallan entremezclados los artículos que formaban el adorno de los salones, muebles de brocado, espejos y mármoles, plata labrada, alhajas y una interminable lista de mercaderías arrojadas a las playas entre los escombros.

Se veían también los restos inanimados de seres, que hasta horas antes ostentaban vigor y robustez, y los cuerpos de centenares de animales. En vano se busca el sitio que horas antes contenía tantos y tan sólidos edificios, con sus pintorescos balcones y elevados miradores; en su lugar parece haberse arrojado los cargamentos de infinitas naves naufragadas.

La inundación del mar provino del noroeste y encontró por fortuna en la isla frente a Iquique un obstáculo que desviaría su curso y restringiera su violencia. No obstante, del encuentro de las aguas divididas por el norte y sur resultaron las diversas corrientes de agua que arrastraban con vertiginosa rapidez a las personas y a los infinitos objetos que se hallaban dentro de su órbita. Pero si la ciudad hubiera sido invadida por el sudoeste, poco o ningún vestigio habría quedado del infortunado pueblo, ya que las olas al no encontrar ningún obstáculo a su acción devoradora se hubieran deslizado de lleno sobre la población y el sacrificio de vidas habría sido mucho mayor.

La obra coronó su destrucción en la parte más valiosa de la ribera… la zona norte que albergaba lo más selecto de la población, tanto por sus hermosos edificios como por sus derechas y espaciosas calles. Las casas de muralla sólida del espesor de casi una vara se derrumbaron ante el empuje de las aguas, cual se deshace un montón de arena y sus partes y contenidos sirvieron de juguetes a las olas. Las de un solo piso fueron aplastadas bajo el peso de las aguas que descendieron sobre ellas desde una altura muy superior a la de sus techumbres, reduciéndolas instantáneamente a fragmentos y haciéndolas desaparecer como por encanto.

La máquina de moler, perteneciente a la compañía inglesa, situada al norte, desapareció tan completamente que ni una muestra del gran acopio de minerales que contenía aquel establecimiento quedó para señalar el lugar. Todo arrastró el mar a su fondo.

Al otro extremo de la población, en que el mar acometió con menos violencia por el desvío causado por la isla, quedaron destruidos los edificios inmediatos a la orilla de El Morro, las máquinas de destilación de agua y el extenso edificio ocupado por la guarnición. En general toda la orilla sufrió. Quedó el sitio barrido hasta de la arena y en su estado primitivo como si jamás hubiera sostenido edificio alguno. El enumerar todas las peripecias que la catástrofe produjo es un imposible dentro de los límites de esta breve descripción.

Entre las muchas escenas trágicas que se presentaron en tan procelosa tarde, ninguna se eleva más a una triste altura que a la que colocamos en anterioridad a las demás, en razón de la supereminencia a que alcanzó. Nos referimos a la suerte que cupo a Guillermo Billinghurst y su familia. El señor Billinghurst ocupaba una magnífica casa de altos en La Puntilla, a no menos de 50 varas del mar. Allí con su familia pasó los minutos de congoja durante el terremoto. Luego bajó a visitar a sus vecinos, pero ante la amenaza del levantamiento del mar, emprendió la retirada a su hogar y aunque no eran más de 50 pasos, apenas logró entrar en su casa, y al subir el tercer peldaño de la escalera que conducía a los altos del edificio, se hundió en los abismos al arremeterle la negra columna de agua que le siguió con la velocidad del rayo. La familia con algunas personas y dependientes que se hallaban reunidos en los altos, viendo que todo escape era en vano, se entregaron resignados a su horrible suerte. El ángel del exterminio había acabado su obra contra la desdichada familia y las ondas sin detenerse llevaban en sus crestas los seres queridos, convertidos en tristes despojos de una muerte horripilante.

PÉRDIDA DE VIDAS

Se ha calculado la pérdida de vidas en la catástrofe, variablemente en 153 individuos. En Iquique se ha tenido siempre una población flotante, por lo que no es fácil fundar sobre dato certero un cálculo exacto del número de víctimas. Solamente en la calle de La Puntilla pasaron de los 30 los vecinos que perecieron, mientras que de forasteros el número era mucho mayor, ya que a la primera alarma un grupo de marineros acudía a la orilla movidos por la curiosidad de observar más de cerca el fenómeno que se desplegaba a su vista. Todos estos se ahogaron.

En la playa del sur se hallaban como 40 paseantes, a quienes el mar envolvió antes que pudieran dar un paso hacia tierra. En El Morro, además de arrieros, había una colonia boliviana, quienes fueron arrastrados al mar en sus propias habitaciones, salvándose pocos entre el número total.

Entre las curiosidades que encontramos posterior al terremoto, está la sorpresa que se llevó el doctor González, al descubrir que su casa fue transportada por las aguas más de una cuadra sin que sufriera desorden interior alguno. Además, las corrientes del mar manifestaron un cambio al inverso de su regla general, pues en los días restantes de agosto, y en algunos de los de septiembre y octubre, se inclinaron al sur, tomando la velocidad en que antes se impulsaban en la dirección opuesta. En distintas partes de la bahía aparecieron remolinos y su sonido cavernoso, sumado a las diarias repeticiones de temblores, ha aumentado el pavor que el recuerdo del cataclismo infunde en los ánimos.